domingo, 22 de marzo de 2009

[.-.Se.Busca.Satélite.-. ]

Hace algunas semanas estaba conversando con un buen amigo acerca de los comentarios que dejó G en los post’s anteriores. El decía que G únicamente buscaba "moverme el piso" con sus comentarios. Que G solo quería asegurarse de que yo siempre estuviese ahí, dispuesta para él -cuestión que yo no tenia cómo contra-argumentar-. Ciertamente, G solo busca mantenerme pendiente de él, necesita saber que yo siempre estaré esperándolo.


Entonces, el buen amigo del cual les hablo me dice: "Tu problema con G es que él necesita que todo gire a su alrededor, lo cual no esta mal, pero debes analizar si tu puedes con eso. Valeria -se refiere a su esposa-, por ejemplo, necesita que todo gire en torno a ella y yo no tengo demasiado problema con ello. Yo puedo vivir dando vueltas alrededor suyo y no me molesta demasiado. Claro, a veces necesito que algunas cosas giren alrededor mío pero, por lo general, logro ser feliz viéndola feliz a ella. Soy un buen satélite."

Lo que me dice me hace pensar. ¿Soy capaz de ser un satélite de G? ¿Soy capaz de vivir dando vueltas alrededor de G? ¿Soy capaz de ser feliz UNICAMENTE con el hecho de ver feliz a G?

No necesito responder ésa pregunta, ¿verdad? ¡Pue
s no! No soy ésa clase de persona. No puedo vivir flotando -cual globo de helio barato- alrededor de G.

Entonces pienso en mis papás. Mi mamá, definitivamente, es ésa clase de personas que necesitan que todo -en especial su pareja, es decir mi papá- gire alrededor de ella. Siempre ha sido el centro de atención y creo que disfruta mucho de eso. Tal vez por eso durante mi pubertad tuve tantos problemas con ella. Yo -digno fruto de su vientre- necesitaba ser el centro de atención y ella -que jamás cedería su trono- no estaba dispuesta a compartir su lugar conmigo. Claro, yo no quería compartirlo con ella, quería
usurpárselo de la manera más mezquina existente. Hoy ambas hemos madurado, ambas hemos crecido y -sobre todo- vivimos en lugares diferentes, tenemos nuestro propio espacio. Hoy ambas buscamos ser el centro de atención en nuestros respectivos círculos; ergo, tenemos rivales diferentes. Hoy nos llevamos increíblemente bien.

Me dan ganas de sacar de quicio a mi progenitor por unos minutos, así que le pregunto -con ese tono de niña inocente, ingenua y curiosa que siempre lo hipnotiza-: Papá, ¿tu eres un satélite?


"¿Qué?", pregunta él sin entender. "Que s
i eres un satélite, es decir, si vives girando en torno a mi mamá", respondo yo fingiendo carecer de cerebro.

Mi viejo se ríe. ¡Qué le queda! Obviamente su respuesta debería ser afirmativa pero calla en salvaguarda de su propia autoestima.


¿Es que todos somos así? ¿Somos todos planetas o satélites? ¿No hay términos medios?


Me atrevería a decir que todo es más como un sistema solar, o –dicho propiamente- como muchos sistemas solares. Así, hay personas que necesitan ser “soles” –esto es, tener muchos planetas dando vueltas a su alrededor-. Hay personas que se conforman con ser planetas, girando alrededor de un sol pero con una, dos o siete lunas girando, a su vez, en torno a el. Hay lunas, por supuesto, que pueden -e incluso me atrevería a decir “necesitan”- girar alrededor de alguien todo el tiempo. Claro está, hay estrellas –que siendo exactamente lo mismo, e igual de brillantes, que el sol- pueden resplandecer ellas solas sin necesidad de tener muchos planetas revoloteando tontamente a su alrededor. ¿Qué puedo decir? No sé si soy un sol, una estrella o un planeta, pero definitivamente no soy una luna.


Pienso en Plutón. Un “planeta” –por así decirlo- tan pequeño que los expertos le han quitado la denominación de planeta para pasar a llamarlo simple -y cuasidespectiva- mente “cuerpo celeste”. Un planetita que gira alrededor de una estrella, el sol. Sin embargo, Caronte –su luna más grande y la primera en ser descubierta- tiene casi el mismo diámetro que él, tanto así que algunos se atreven a llamarlo un planeta doble. Además, el baricentro de éste “planeta doble” ( Plutón-Caronte ) queda fuera de Plutón, que es el cuerpo de mayor masa, siendo que ambos orbitan en torno a un mismo punto imaginario. Con el tiempo, la gravedad ha frenado las rotaciones de Caronte y Plutón, por lo que ahora presentan siempre la misma cara el uno al otro. La rotación de ésta pareja es única en el Sistema Solar; ¡Parece como si estuvieran unidos por una barra invisible y girasen alrededor de un centro situado en esta barra!



Tengo ganas de ser plutón, de encontrar mi planeta gemelo. Y sin embargo Plutón siempre le está mostrando a Caronte la misma cara y viceversa. Plutón nunca conocerá por completo a Caronte y Caronte nunca conocerá por completo a Plutón. Supongo que es así ¿no? Para encontrar a tu planeta gemelo y mantenerlo contigo tienes que ocultarle ésa cara que no puedes mostrar a nadie –o que no puedes mostrarle a el/ella sin que se escandalice y huya-. Alguien me dijo alguna vez que para poder tener una relación estable y madura tenía que cerrar éste blog. Probablemente tenga razón.


Tengo ganas de tener un novio. Pero no un novio cualquiera, quiero un novio con todas las de la ley. Tengo ganas de dejar de salir con varios chicos y concentrarme en uno solo. Tengo ganas de recibir un mensaje de texto todas las noches que diga "dulces sueños, mi amor". Tengo ganas de que no me hagan sufrir, de que me quieran de verdad. Tengo ganas de dejar de sentir que mis relaciones son vacías. Tengo ganas de tener al lado a un tipo con quien pueda conversar y no aburrirme nunca, que me cuente qué tal le fue en el día y me pregunte qué tal me fue a mi. Tengo ganas de que cada vez que salgo en parejas con mis amigos no tener que presentarles a mi acompañante. Tengo ganas de que alguien me haga saber lo verdaderamente enamorado que está de mí. Tengo ganas de corresponderle. Tengo ganas de dejar de enamorarme perdedoramente. Tengo ganas de cerrar éste blog.


Aviso de servicio público: ¡Se busca Satélite!


PS: Les recomiendo escuchar ésta canción. Es súper graciosa y queda perfecto con el tema.



http://www.youtube.com/watch?v=i9tAe3B8lAo

domingo, 15 de marzo de 2009

-Lili-



Me dirijo a mi casa. Tengo ganas de tomar unas cervezas así que me detengo en un grifo cercano.

Mientras compro las cervezas, llamo por teléfono a KV, mi hermano menor.

Campanita: ¿Gordo? ¿Donde andas?

KV: Estoy en el depa.

Campanita: Genial. Estoy llegando.

Llego a mi edificio y, una vez que estoy frente a la puerta de mi departamento busco, entre las mil cosas que tengo en la cartera, mis llaves. ¡Desearía nunca haber encontrado ésas llaves! Abro la puerta sólo para encontrarme con la más aterradora imagen. Mi hermanito –mi pequeño y dulce hermano, aún menor de edad- recostado -¡a oscuras!- en el sillón de la sala junto a una mujercita – cuyo rostro no logré ver debido a la oscuridad de la habitación y a mi estado de embolia temporal-.

Tal sería mi parálisis cerebral que ni siquiera atiné a prender la luz. Me quedé ahí parada, en un estado de letargo único: perpleja, inerte, exánime.

Tarda y torpe como es costumbre, sólo alcancé a pronunciar un furtivo “hola” y correr hacia la cocina con el pretexto de meter las cervezas en el refrigerador.

Una vez en la cocina, ya bastante más tranquila y con algunas onzas de cerveza en el cuerpo, logré semi-digerir lo que acababa de pasar.

Entonces, justo en el instante en que estaba por salir de la cocina, entra mi hermano y me pregunta dónde están las llaves del auto pues ha olvidado su casaca ahí. Aprovecho la situación para mirar de reojo a la muchachita –un tanto feúcha, a decir verdad- y me doy cuenta de sus rasgos un tanto -¿cómo decirlo?- autóctonos. Mientras la miro le comento a mi –pronto desheredado, por comportamiento deshonroso- hermano que no sé donde están las llaves y que probablemente K –mi tan mentado y calzonudo hermano mayor- se ha llevado el carro.

Entonces él y su oriunda noviecita se despiden y se van a quién sabe donde.

A la mañana siguiente, mientras me visto para ir a trabajar, mi hermanito me pregunta:

KV: ¿Qué tal te cayó Lili?
Campanita: ¿Quién es Lili?
KV: La chica que estaba ayer conmigo.
Campanita: Ah… bueeeenoooo… no sé. No la he tratado, pero no me gusta para ti.
KV: ¡¿Por qué?!
Campanita: No sé. Simplemente no me gusta. Pero si tu la quieres es tu decisión.
KV: Pero dime: ¿Por qué no te gusta?
Campanita: Buenooo… porque… es xruoshla…
KV: ¿Qué?
Campanita: Que es xruoshla..
KV: ¡No te entiendo!
Campanita: ¡Qué es CHOLA carajo!

-Silencio incómodo-

KV: Eres una racista. ¡Tú también eres chola! ¡Todos en el Perú somos cholos!

Campanita: K!!!!!!!!!!

Medio adormilado, entra K -mi pánfilo hermano mayor-.

Campanita: ¿Yo soy chola?
K: No… no sé… no pareces…
Campanita: ¡Ahí está! ¡No parezco y eso es lo importante!

Me doy media vuelta y me largo -no sin un pequeño remordimiento por lo frívolas de mis palabras-.

Yo no soy racista. Es más, siempre he criticado a la gente que trata con desprecio a las personas sólo por su color de piel o su forma al hablar. Conozco a muchas personas que viven en asentamientos humanos y puedo decir –sin temor a equivocarme- que tienen una calidad moral que muchos ni siquiera podemos soñar con tener.

Sin embargo, si me encuentro con que una puberta inescrupulosa está cuasi-violando a mi pobre hermanito menor y encima consuma el impudoroso acto en la publicidad de mi sala comedor, pues obviamente no soy responsable de los funestos y frívolos que puedan llegar a ser los adjetivos que use para referirme a ella. Además, como me dijo A, tengo el tacto de un elefante –pero yo más bien diría ballena-.

Pasar por ésta incomoda situación me hizo reflexionar acerca de lo que es y no es ser “cholo(a)” en éste país.

Y no es que me las quiera dar de antropóloga ni nada por el estilo. Hasta antes de redactar éste post no me había molestado en enterarme del significado de éste –tan mentado- adjetivo.

Según la RAE, el significado de la palabra “cholo” es el siguiente:

1. adj.. Mestizo de sangre europea e indígena.
2. adj.. Dicho de un indio: Que adopta los usos occidentales.

¿Pueden ponerse de acuerdo? La primera definición de la RAE reduce el término “cholo” a una cuestión meramente física, genética. En cambio, la segunda definición se refiere a una cuestión más actitudinal –a un comportamiento, a un conjunto de costumbres-.

Entonces, ¿ser cholo es una cuestión de piel y de origen o es, más bien, una forma de definir actitudes específicas?

No sé si ser cholo sea bueno o malo. En todo caso, yo no encajo en ninguno de los supuestos de la RAE. Ni soy hija de europeo con indígena, ni soy una india alienada.

Pensé en terminar éste post con una lista de cosas por las cuales yo –en lo personal- consideraría “cholo” a alguien –como ser de tez morena y pintarte el pelo de rubio, mascullar canciones en inglés sin saber la letra ni el idioma, usar lentes oscuros de noche o usar el término “amigo(a)” indiscriminadamente- pero he llegado a la conclusión de que “cholo” es una construcción, un concepto creado. “Cholo” es nuestra forma de distinguir, de distinguirnos de los demás.
No tiene nada que ver con plata, con el nivel social o con los estudios. Para ejemplo: Toledo. Todos hemos “choleado” alguna vez. Que lance la primera piedra quien nunca haya choleado. El “blanco” cholea. El “chino” cholea. El “negro” cholea. Y –paradójicamente- el “cholo” también cholea.

Estudio en una universidad que vende la imagen de ser una “universidad de blanquitos pitucos”, sin embargo sólo el 20% -y esto es- del alumnado es de tez blanca y el 40% de los estudiantes vienen de provincia.

La actual noviecita de KV es -¿cómo decirlo?- de rasgos autóctonos. No me cae mal ni me cae bien. No la conozco pero si KV la quiere no me quedará más remedio que hacerme su amiga.

Dudo al publicar éste post. Disculpen si los decepciono. Yo también puedo ser superficial, yo también puedo ser frívola. Yo también puedo ser… “racista”.

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Nota: G me ha pedido una quinceava oportunidad. Me ha pedido 1 mes para demostrarme que me ama. Y, cómo no me da la gana de tomar ésa decisión, se la dejo a ustedes. Favor de contestar la encuesta de la parte superior derecha del presente blog.

jueves, 12 de marzo de 2009

Consideraciones acerca de Aleph...

Camina hacia mí.

Camina con ésa forma tan suya de caminar.

Camina pretendiendo lucir relajado, lucir “bacan”, lucir “cool”.

Me acerco a él y lo saludo con un beso en la mejilla. Hace un par de horas quedamos en encontrarnos en ése otrora concurrido lugar. Lo veo y me siento inevitablemente atraída. Empezamos a caminar juntos mientras le comento alguna tontería y me siento desprolija al hablar. Mido mis palabras, no quiero quedar como una tonta. No pasan más de 3 minutos para que recuerde con quién estoy y lo cómoda que me siento a su lado. Entonces me pregunta cómo estoy y no puedo evitar quejarme de algo –como siempre-. Me dice que su día tampoco ha sido muy bueno. Sonrío. Él se mantiene serio.

Nos ponemos al tanto de cómo nos ha ido –hace varios días que no nos vemos, a pesar de que no hasta hace mucho solíamos vernos interdiariamente-. Lo he extrañado, pero decírselo sería demasiado revelador. Conversar con él es siempre entretenido. Nunca la había pasado tan bien conversando con alguien como con él. Es especial –debo admitirlo-. Es, en sus palabras, muy parecido a mí (¿O debería decir que yo soy muy parecía a él?).

Llegamos a su auto y, muy caballerosamente –actitud un tanto extraña en él-, me abre la puerta. Espero a que se monte –en el auto, por supuesto- y partimos rumbo a mi casa. No, no, mis malpensados –y un tanto morbosos- lectores, me lleva a mi casa con el firme propósito de dejarme en la puerta y ver que entre sana y salva.

Camino a mi departamento discutimos, como siempre. Casi nunca pensamos igual y si, por alguna casualidad del destino, lo hacemos, probablemente finja no estar de acuerdo sólo para darle la contra.

Llegamos a la puerta de mi edificio. Se estaciona. Me habla acerca de una fijación –bastante sexual- suya por los pies descalzos. Bromeamos. ¡Me gusta tanto hablar con él! Lo veo y me siento fatalmente atraída. Varios demonios debaten en mi fuero interno. Muero por abrazarlo –dicho propiamente, que me abrace-.

Entonces suelta –de porrazo y sin anestesia- una frase que me derrite, que me deshace, que me disuelve -como hostia en el paladar, aunque de una manera menos sagrada-:

“Estás de buen humor, ¿no?”
“¿Por qué?”
“Porque estás muy guapa hoy”

¡Piensa que soy guapa! –o tal vez me engaña cruelmente-. Sonrío timorata, pávida, incrédula. Sonrío estúpidamente, torpe como yo sola.

Llega la hora de despedirme y muero –literalmente- por besarlo. Abro la puerta del auto y, por medio segundo, dudo. Quiero voltearme y romperle la boca.

“¿Qué pasa? ¿Me quieres decir algo?”
“Si, te quiero decir algo.”

Y me bajo, sin más ni más.

Abro la puerta de mi edificio y giro para verlo. Decido que simular un beso en el aire –algo así como un piquito a la nada- no resulta demasiado indecoroso. Me responde con un gesto gemelo.

Subo a mi habitación y no dejo de pensar él, aunque sé que nunca –jamás- será mío. ¡Qué complicado eso de auto-limitarnos! ¡Qué complicado eso de portarse bien! ¡Qué complicado eso de hacer lo correcto! Pero empiezo a manejarlo, empiezo a poder con ello. Empiezo a aceptar la idea de que NUNCA podré tenerlo entre mis brazos –léase sábanas-.

“The worst part of liking you.. is that I know you like me”

Despedida a G

Más de una vez, después de alguno de mis numerosos –y tormentosos- rompimientos amorosos, mi madre –al verme hecha un moco tirada en mi cama al borde del suicidio- me dijo: “Nadie, es indispensable gordita… el tiempo lo cura todo”.

Para comenzar, ¿Por qué ése afán de mi madre en llamarme “gordita”? La escucho hablar de mí con sus cincuentonas amigas –de las cuales mi madre es la más guapa de todas, por supuesto- y decir: “Si pues… mi gorda es una desordenada”. Madre, agradezco desmedidamente el hecho de que me hayas mantenido en tu vientre 9 meses y me hayas soportado –no tan pacientemente como hubiese deseado- por 20 años, pero “Gorda” no es un apodo que me guste demasiado –in fact, i hate it!-.

“Nadie es indispensable”

Una frase –no muy de mi agrado- muy usada en los centros laborales con el fin de crear incertidumbre acerca de la estabilidad laboral de los trabajadores bajo el precepto de que así “darán lo mejor de sí”. ¡BULLSHIT!

Si bien es cierto que los “trabajadores” como tales, no son –creo que ahora debo decir “somos”- indispensables, las personas –como seres humanos- si lo somos. Es probable que podamos reemplazar fácilmente a una recepcionista, a un arquitecto, a un abogado o a un practicante –como es mi deprimente caso-, pero existen otros papeles –o roles de personas- que no son tan fáciles de reemplazar.

Por ejemplo, jamás podrás reemplazar a tu pata del alma. A ése pata que te regaló su último condón cuando más lo necesitabas. Ése pata que cuando te quedaste sin un solo sol… te puso la chela. Ése pata que, aunque se moría por levantarse a tu flaca, se aguantó y se la imaginó con barba y un bulto en el pantalón. ¡Ése pata! Que en tu primera borrachera te acompaño hasta el baño y te ayudo a vomitar y que, cuando ya había terminado la fiesta y era hora de volver a casa, tuvo la gentileza de llevarte –casi cargado- hasta la puerta de tu casa, tocar el timbre y salir corriendo.

Jamás podrás reemplazar a tu vieja. Porque las madres –quiéranlo o no- son lo máximo. Jamás voy a poder encontrar a alguien que se levante a las 5am para prepararme una taza de leche y un sándwich –que metía en mi bolso sin imaginarse que lo regalaría a un niño de la calle en el camino-. Jamás voy a poder reemplazar a mi vieja… que se emocionaba cada vez que veía una oferta en el centro comercial –algo así como “antes: US$ 180.00; ahora: US$ 179.99”- y pensaba, sinceramente, que se trataba del negocio de su vida!

Y así podría continuar enumerando personajes, roles y papeles que son realmente imprescindibles –y por tanto, inolvidables-. Ni siquiera el tiempo –como decía mi mamá- podría curar el vacío que éstos dejaron en nosotros. Hay personas que pasan por nuestras vidas una sola vez y la marcan para siempre –ya sueno a tarjeta barata de hallmark-.

A lo que quiero llegar, señores, es a que YO –en definitiva- soy inolvidable.

Sé que suena raro que lo diga yo misma. Es más, suena un poco contradictorio pues me he pasado los últimos meses auto-vapuleándome a medida que publicaba un post tras otro. Sé que he dicho que me auto-boicoteo en todas mis relaciones de pareja, lo cual no tiene una pizca de falso. Es verdad, soy mi peor enemiga. Soy mi más peligrosa amenaza. Soy la que, más queriendo que sin querer, arruina, destruye, demuele y desmantela mis relaciones con mejor potencial para el éxito.

Aún así, en mi defensa debo decir que mi última ruptura no fue ni un 0.01% mi culpa. Yo hice las cosas bien. Yo fui totalmente sincera. Yo confié. Yo olvidé. Yo me enamoré –una vez más-. Yo me aguante las ganas de lanzarme encima de JP aún cuando lo tenía groseramente cerca –aunque quién sabe si JP me hubiese correspondido, lo más probable es que me hubiese mandado por un tubo-. Yo me comporté –aún cuando eso de hacer lo correcto no sea muy de mi agrado-. Yo fui tierna, comprensiva –desmedidamente comprensiva- y pasional.

G jamás podrá olvidarme y yo pronto me olvidaré de él.

Quizás éste post sea más una terapia para blindar mi zaherido y estropeado ego que un verdadero artículo semi(pero muy “semi”)-literario.

What ever… sólo estoy segura de una cosa: G nunca se olvidará de mí.

Porque, mi estimado G, para olvidarte de mi tendrías que volver a nacer.

miércoles, 4 de marzo de 2009

.

El presente no es un post.

Sólo aprovecho éste espacio para enviar un saludo muy especial.

¡FELICIDADES G!

Y ustedes se preguntarán por qué lo felicito.

Pues, para los que no lo saben -como yo hasta hoy a las 11 pm-, G va a ser Papá!

No, que nadie se alarme... No soy yo la que está embarazada.

Así que ¡FELICITACIONES G!, no podría estár más feliz por ti.

Después de todo... éstas son cosas que no pasan todos los días...

martes, 3 de marzo de 2009

Ipsación Cardiaca

Me despierto, o más bien me despiertan. Porque he de decirles, mis estimados e imaginarios lectores, que tengo un hermano poseedor de un insufrible complejo a despertador. ¡Mal educado! ¡Qué manera la suya de andar despertando a la gente! Cómo si no tuviera despertador. Cómo si no supiera que es tarde. Yo sé que es tarde. Yo sé que llegaré retrasada al trabajo –como todos los días-. Lo que tú no sabes, mi estimado hermano, es que: ¡no puede importarme menos!


Me arrastro –cual molusco viscoso y mal oliente- hasta la tina. Abro la llave y siento como algunos litros de agua helada –que poco a poco va volviéndose cada vez más caliente- empapan mi cuerpo provocándome pequeños orgasmos de placer cuasi-sexual.

Cómo siempre no sé que ponerme. Elijo el primer pantalón que encuentro y alguna blusa que no se vea demasiado arrugada. No hay otra opción. Es por eso que odio el verano. Más que el calor infernal, más que el bochorno, más que el sudor anegándome el rostro y arruinándome el maquillaje odio no poder vestirme como más me gusta: con camisetas oscuras y ceñidas de mangas largas y cuellos altos, sacos largos, extensas bufandas y botas de tacón alto.

Espero ansiosa que llegue el otoño.

Y mientras tanto me pregunto –por enésima vez-: ¿cuándo voy a encontrar al verdadero amor de mi vida?

Cuándo voy a encontrar a ése príncipe azul que me dé todo lo que estoy esperando. Quizás nunca. Quizás estoy hecha para encontrarme con los tipos equivocados. Quizás, indefectiblemente, esté hecha para morir vistiendo santos.

Entonces aparece G y mi mente perversa, complicada e infantil evalúa la posibilidad de que G sea el hombre correcto, el hombre que había estado buscando, el hombre que había estado esperando.

Pero me equivoco. G no es para mí. Lo supe desde un principio. Lo sé ahora. Lo sabré siempre.

G no me ama: cree amarme. A G le gusto, lo atraigo, -incluso- lo puedo hacer perder los papeles; pero no me ama, me desea.

G, al igual que casi todos los hombres del planeta, es increíblemente fácil de manipular. Lo quieres cerca: no lo llames. Quieres que se canse de ti: llámalo todo el día y hazle saber lo enamoradísima que estás de él. Es la ley de la oferta y la demanda señores, tan simple como eso. A mayor oferta de amor, menor valor del mismo.


Entonces finjo. Finjo que nada me afecta. Finjo que no me importa que me prometa llamarme y no lo haga –o que lo haga diez millones de horas después-. Finjo que no lo necesito. Finjo que no me hace falta. Finjo que soy una tonta y no me doy cuenta de lo que pasa, de lo que esconde y de lo que finge. Incluso finjo que no lo quiero.


Y bien podría seguir así. Y bien podría continuar haciéndome la tonta, pretendiendo creerle cuando dice que me ama. No sé si lo haga. No sé si tenga los huevos para dejarlo. No sé ni siquiera si a lo mejor merezco ésta situación. Sólo sé que no me siento lo suficientemente cuidada, lo suficientemente atendida, lo suficientemente amada.

Solo sé que G, definitivamente, no es lo que yo busco, lo que yo quiero, lo que yo –creo que- merezco.

“Ojala la falta de amor se pudiera solucionar como la falta de sexo… Ojala pudiera masturbarme el corazón.”

*No recuerdo dónde lo leí, mil disculpas al autor.