miércoles, 16 de diciembre de 2009

A propósito de masoquistas...

Había una vez, un León grande y fuerte, con una melena dorada que bailaba al ritmo del viento. Vivía en un monte verde, frondoso, casi casi impenetrable. Era el amo y señor del lugar. Los otros leones lo seguían, uno que otro lo odiaba, pero no había ninguno que se atreviese a enfrentarlo abiertamente. Esa sonrisa ganadora, esos ojos color del tiempo, habían logrado que cada una de las leonas de los alrededores cayera rendida a sus pies. Sin embargo, éste León no era el típico León bueno y justo que todos conocemos de los cuentos infantiles. Éste era un León más bien malo, perverso, cruel. Su mayor pasatiempo era perseguir a los pequeños animales del monte y degollarlos hasta que no quede nada de ellos.

Andaba G –digo, el León- trotando por el bosque, cuando de pronto siente un olor penetrante, dulce, adictivo. Se esconde rápidamente y busca el origen de tan inusual aroma. Se mantiene en silencio y logra escuchar los latidos de un corazón que parecen ir a una velocidad descontrolada.

Entonces la ve.

Una Gacela va corriendo por aquel mullido monte y el sol de la mañana hace ver su pelaje brilloso y calido. Su trote es suave y su velocidad no es espectacular, pero es evidente que sólo está dando un paseo, ésa no es su máxima capacidad.

La naturaleza de G lo hace sobresaltarse, quiere echarse a correr detrás de aquel apetitoso manjar y devorarlo hasta que no quede nada de el. Sin embargo, pronto se da cuenta de que no podrá atraparla si la ataca de frente, es una presa demasiado veloz.

Entonces G –haciendo gala de su cinismo y desvergüenza- idea una trampa en la que, muy probablemente E –digo, la Gacela- caerá fácilmente.

El león raspa la piel de su propia pata derecha con uno de sus afilados dientes de manera que brote un poco de sangre sin demasiado dolor y empieza a aullar de una manera descontrolada.

E, la Gacela, se acerca rápidamente, guiada más por la curiosidad que por el ánimo de ayudar a algun animal indefenso.

Y entonces lo vé. Lo ve agazapado en la hierba con su melena dorada iluminando la escena y la expresión más inocente que se pueda encontrar en uno de su especie.

La Gacela lo ayuda trayendo un poco de agua en sus fauces.

El león bebe y se mantiene recostado. Ella se recuesta a su lado.

Ahora todo está listo. No hay mucho tiempo. G debe atacar.

Pero antes siquiera de que el león tuviese tiempo de dejar ver sus brillosos dientes marfil, la Gacela –imprudente, insensata, irreflexiva- se acerca un poco más y se recuesta en su pecho.

El león siente como la sangre de la Gacela recorre su cuerpo contorneado y siente como ésa sangre lo llama, canta para él. Pero por alguna extraña razón no puede atracarla, siente que su mundo no volvería a ser el mismo si ella deja de existir. Sus instintos y su corazón se debaten en su fuero interno.

Ella lo mira y reconoce el peligro. Sin embargo su cuerpo no la deja irse y besa los labios de aquel desalmado León.

Y así es como el León se enamoró de la Gacela.

¡Qué gacela tan estúpida!

¡Qué León tan morboso y masoquista!

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