Catorce de febrero: nunca ha sido un demasiado feliz -por así decirlo- para mí.
De los, no pocos, catorces de febrero que me ha tocado vivir, jamás uno ha sido digno de guardarlo con cariño en mi memoria -bah... ni siquiera en mi diario-.
Por esas casualidades del destino -de las que soy víctima constantemente- nunca, pero nunca, he pasado un día de San Valentín al lado de un novio -enamorado, amante, pareja o como quieran llamarlo-.
Más bien, el -mal llamado- día del amor y la amistad ha sido siempre una excelente oportunidad para deprimirme y recordar lo sola que estoy -afectiva, pasional y sexualmente hablando, claro!-.
Pues sí, estimadísimos -y escasísimos- lectores, formo parte del club anti-sanvalentín. Ése club conformado por solteros y solteras de todas las edades que odian ésta melosa y cursi festividad. Para más información sobre la causa les recomiendo ésta web: http://antivday.com/forum/
Para empezar, ¿Por qué -demonios- lo llaman "el día del amor y la amistad"?
Nadie -absolutamente nadie- se cree eso de que se trate del día de la amistad. ¡Por favor! ¿Quién le regala algo a un amigo en San Valentín? ¡Nadie pues! Eso del día de la amistad es una suerte de premio consuelo para aquellos desafortunados -como yo- que no cuentan con un compañero -no necesariamente del sexo opuesto- con quien intercambiar regalos y visitar algún -seguramente atiborrado- restaurant, cine o pub de moda.
Y eso es lo peor de todo. El catorce de febrero cada establecimiento comercial está full. No encuentras mesas en los restaurants. No encuentras entradas en los cines. Los cafés están llenos de parejitas empalagosas que -sin el más mínimo pudor- andan besándose cual si ésos establecimientos públicos fueran el ascensor de algún hotel de tres estrellas.
San Valentín -a mi criterio- es una escusa para reducir a un solo día los 365 que deberíamos dedicarle a nuestras parejas -si es que las tenemos, claro-. También me parece una escusa para restregarnos en la cara a los solteros y solteras del mundo lo "lindo" que es el amor -que no tenemos-. El "día del amor" me parece una estrategia comercial para aumentar –de manera muy considerable- el porcentaje de ventas en boutiques, perfumerías, chocolaterías y demás.
Y hablando de eso, el mercado te obliga –te hace sentir obligado- a celebrar San Valentín. Cada local al que entras se encuentra perfectamente decorado, ambientado y emperifollado con la temática del amor, lo cual incluye corazones rojos y rosas pegados en puertas, paredes y ventanas además de un sin número de caricaturas de un enano calato con un arco y una flecha.
Y hablando de eso, ¿A qué retrasado –fronterizo, cuadrúpedo, inimputable- se le ocurrió inventar este personaje desquiciante llamado por todos “Cupido”? ¡Por Favor! ¿Quién se va a creer que un engendro baboso –e incontinente- puede, con un flechazo invisible, hacer que nos enamoremos de quién le dé la gana? Publicidad, pura publicidad.
Éste último día de San Valentín fue, probablemente, el peor de todos.
Todo parecía ir bien, hasta tenía una cita. Me levanté en la mañana con un par de molestas llamadas de personas que –al parecer- no saben que las 10 de la madrugada de un sábado NO es una hora decente para llamar a una señorita de su casa. Pero bueno, ya que estaba despierta, me calcé un par de sandalias y un deportivo vestido –si se le puede llamar vestido a un pedazo de tela que difícilmente te cubre el trasero, para ya no hablar de las piernas- y salí a comprar jugo de naranja puesto que mi estimadísimo hermano había consumido el poco que quedaba en el refrigerador. Al llegar a la esquina de mi calle veo a una humilde señora caminar con una canasta llena de flores artificiales –bastante feúchas, para ser sincera-. Me acerco a ella para comprarle un par cuando noto que me mira y luego mira a la vereda de enfrente, por donde pasaban dos pubertos caminando con las manos entrelazadas, y corre hacia ellos –ignorando por completo mis buenas intenciones de colaborar a su negocio- para ofrecerles las deslucidas rosas de plástico. ¡Vieja maldita! Tú y tus flores de látex pueden irse al demonio.
Llego al departamento con una caja de jugo de piña –el de naranja se había agotado- y despierto a mi hermano tirándome encima de su cama y cogiendo el PSP de su velador para echarme una carrerita de “need 4 speed”. K –mi calzonudo hermano mayor- entreabre los ojos, sólo para asegurarse de que soy yo quien lo está aplastando, y una vez que ve mi rostro explota de risa. Le pregunto qué –carajo- le pasa y me responde, casi sin aliento por las carcajadas, que debo mirarme en un espejo.
Corro a buscar en mi bolso un espejo y de pronto lo descubro. Un asqueroso y ponzoñoso grano ha aparecido en mi rostro –para ser más exactos, entre mi mejilla y mi nariz-. Esta enorme protuberancia hace que mi rostro se vea diminuto. ¡Forúnculo infernal! Hasta parece que tiene vida propia. Corro al baño y me aplico las más vasta variedad de cremas anti-acné. Sólo cuando recapacito y caigo en la cuenta de que no podré desaparecerlo para mi cita de la noche intento ocultarlo aplicándome una fuerte –y hasta grosera- cantidad de base. Como supondrán, no funciona. Me resigno y me coloco un pedazo de curita adhesiva encima de la satánica pústula que ha desfigurado mi rostro.
A partir de ahí todo sale mal. Para las 3 de la tarde me encuentro recostada en mi cama –cual sapo- con una migraña colosal. Debo haber ingerido al menos unas 10 “Excedrin Migraña” y el maldito dolor no desaparecía. Entonces no pude más. Llamé a mi papá y le pedí que me recogiera antes de que mi cerebro explotara y haya que re-pintar las paredes del departamento. No tarda más de 10 minutos en pasar por mí y me lleva a la clínica, donde -por fin- pierdo el dolor y –con ello- también el día. Para cuando abandono la clínica son casi las 10 de la noche y luzco ojeras kilométricas, párpados hinchados, labios resecos, cabello desordenado y un olor a “hoy no me bañe” que espantaría al más comprensivo de los hombres del planeta. Mi cita, a quien llamé para cancelar, debe estar divirtiéndose en algún lugar de lima con alguna chica linda y sana.
Entonces le pido a mi padre que me llevé a casa –a su casa- a ver a mi mamá, con quien me recuesto y veo una película yankee, sin sentido, que nos roba algunas carcajadas.
Y ése fue mi San Valentín. Patético, ¿verdad?
Es por eso -y por muchas cosas más- que odio San Valentín. Es por eso que no aguanto a las parejitas en las calles que andan besuqueándose cual si se tratara de una guerra de lenguas. Es por eso que no aguanto las decoraciones estúpidas de los establecimientos comerciales. Es por eso que odio que la gente me pregunte qué voy a hacer en San Valentín y que cuando les respondo que no tengo novio me arrojen una mirada de entre asco y lástima y me digan: "bueno... pero también es el día de la amistad", cual si se tratase de un premio consuelo.
Yo no tengo novio ¿y qué? Por mi San Valentín, Cupido y todos los enamoraditos chiclosos que andan por las calles se pueden ir al demonio.
Como leí en algún lugar:
On Valentine’s Day I wish for many things
A bouquet of roses…. a diamond ring
But there is one thing that will come to pass
The glorious day that I kick cupid in his ass